I
Encarcelamiento,
Primeros Juicios y
Prisión de Jesús
No creía Judas
que su traición
tendría el resultado
que tuvo; el dinero
sólo preocupaba su
espíritu, y desde
mucho tiempo antes
se había puesto en
relación con algunos
fariseos y algunos
saduceos astutos,
que le excitaban a
la traición
halagándole. Estaba
cansado de la vida
errante y penosa de
los Apóstoles. En
los últimos meses no
había cesado de
robar las limosnas
de que era
depositario, y su
avaricia, excitada
por la liberalidad
de Magdalena cuando
derramó los perfumes
sobre Jesús, lo
llevó al último de
sus crímenes. Había
esperado siempre en
un reino temporal de
Jesús, y en él un
empleo brillante y
lucrativo. Se
acercaba más y más
cada día a sus
agentes, que le
acariciaban y le
decían de un modo
positivo que en todo
caso pronto
acabarían con Jesús.
Se cebó cada vez más
en estos
pensamientos
criminales, y en los
últimos días había
multiplicado sus
viajes para decidir
a los príncipes de
los sacerdotes a
obrar. Estos no
querían todavía
comenzar, y lo
trataron con
desprecio. Decían
que faltaba poco
tiempo antes de la
fiesta, y que esto
causaría desorden y
tumulto. El Sanhedrín sólo
prestó alguna
atención a las
proposiciones de
Judas. Después de la
recepción sacrílega
del Sacramento,
Satanás se apoderó
de él, y salió a
concluir su crimen.
Buscó primero a los
negociadores que le
habían lisonjeado
hasta entonces, y
que le acogieron con
fingida amistas.
Vinieron después
otros, entre los
cuales estaban
Caifás y Anás; este
último le habló en
tono altanero y
burlesco. Andaban
irresolutos, y no
estaban seguros del
éxito, porque no se
fiaban de Judas.
Cada uno presentaba
una opinión
diferente, y antes
de todo preguntaron
a Judas: "¿Podremos
tomarlo? ¿No tiene
hombres armados con
El?". Y el traidor
respondió: "No; está
solo con sus once
discípulos: El está
abatido, y los once
son hombres
cobardes". Les dijo
que era menester
tomar a Jesús ahora
o nunca, que otra
vez no podría
entregarlo, que no
volvería más a su
lado, que hacía
algunos días que los
otros discípulos de
Jesús comenzaban a
sospechar de él. Les
dijo también que si
ahora no tomaban a
Jesús, se escaparía,
y volvería con un
ejército de sus
partidarios para ser
proclamado rey.
Estas amenazas de
Judas produjeron su
efecto. Fueron de su
modo de pensar, y
recibió el precio de
su traición: las
treinta monedas.
Judas, resentido del
desprecio que le
mostraban, se dejó
llevar por su
orgullo hasta
devolverles el
dinero hasta que lo
ofrecieran en el
templo, a fin de
parecer a sus ojos
como un hombre justo
y desinteresado.
Pero no quisieron,
porque era el precio
de la sangre que no
podía ofrecerse en
el templo. Judas vio
cuánto le
despreciaban, y
concibió un profundo
resentimiento. No
esperaba recoger los
frutos amargos de su
traición antes de
acabarla; pero se
había entremetido
tanto con esos
hombres, que estaba
entregado a sus
manos, y no podía
librarse de ellos. Observábanle de
cerca, y no le
dejaban salir hasta
que explicó la
marcha que habían de
seguir para tomar a
Jesús. Cuando todo
estuvo preparado, y
reunido el
suficiente número de
soldados, Judas
corrió al Cenáculo,
acompañado de un
servidor de los
fariseos para
avisarles si estaba
allí todavía. Judas
volvió diciendo que
Jesús no estaba en
el Cenáculo, pero
que debía estar
ciertamente en el
monte de los Olivos,
en el sitio donde
tenía costumbre de
orar. Pidió que
enviaran con él una
pequeña partida de
soldados, por miedo
de que los
discípulos, que
estaban alertas, no
se alarmasen y
excitasen una
sedición. El traidor
les dijo también
tuviesen cuidado de
no dejarlo escapar,
porque con medios
misteriosos se había
desaparecido muchas
veces en el monte,
volviéndose
invisible a los que
le acompañaban.
Les
aconsejó que lo
atasen con una
cadena, y que usaran
ciertos medio
mágicos para impedir
que la rompiera. Los
judíos recibieron
estos avisos con
desprecio, y le
dijeron: "Si lo
llegamos a tomar, no
se escapará". Judas
tomó sus medidas con
los que lo debían
acompañar, y besar y
saludar a Jesús como
amigo y discípulo;
entonces los
soldados se
presentarían y
tomarían a Jesús.
Deseaba que creyeran
que se hallaba allí
por casualidad; y
cuando ellos se
presentaran, él
huiría como los
otros discípulos, y
no volverían a oír
hablar de él.
Pensaba también que
habría algún
tumulto; que los
Apóstoles se
defenderían, y que
Jesús desaparecería,
como hacía con
frecuencia. Este
pensamiento le venía
cuando se sentía
mortificado por el
desprecio de los
enemigos de Jesús;
pero no se
arrepentía, porque
se había entregado
enteramente a
Satanás. Los
soldados tenían
orden de vigilar a
Judas y de no
dejarlo hasta que
tomaran a Jesús,
porque había
recibido su
recompensa, y temían
que escapase con el
dinero. La tropa
escogida para
acompañar a Judas se
componía de veinte
soldados de la
guardia del templo y
de los que estaban a
las órdenes de Anás
y de Caifás. Judas
marchó con los
veinte soldados;
pero fue seguido a
cierta distancia de
cuatro alguaciles de
la última clase, que
llevaban cordeles y
cadenas; detrás de
éstos venían seis
agentes con los
cuales había tratado
Judas desde el
principio. Eran un
sacerdote,
confidente de Anás,
un afiliado de
Caifás, dos fariseos
y dos saduceos, que
eran también
herodianos. Estos
hombres eran
aduladores de Anás y
de Caifás; le
servían de espías, y
Jesús no tenía
mayores enemigos.
Los soldados
estuvieron acordes
con Judas hasta
llegar al sitio
donde el camino
separa el jardín de
los Olivos del de
Getsemaní; al llegar
allí, no quisieron
dejarlo ir solo
delante, y lo
trataron dura e
insolentemente.
II
Hallándose Jesús
con los tres
Apóstoles en el
camino, entre Getsemaní y el
jardín de los
Olivos, Judas y su
gente aparecieron a
veinte pasos de
allí, a la entrada
del camino: hubo una
disputa entre ellos,
porque Judas quería
que los soldados se
separasen de él para
acercarse a Jesús
como amigo, a fin de
no aparecer en
inteligencia con
ellos; pero ellos,
parándolo, le
dijeron: "No,
camarada; no te
acercarás hasta que
tengamos al
Galileo". Jesús se
acercó a la tropa, y
dijo en voz alta e
inteligible: "¿A
quién buscáis?". Los
jefes de los
soldados
respondieron: "A
Jesús Nazareno",-
"Yo soy", replicó
Jesús. Apenas había
pronunciado estas
palabras, cuando
cayeron en el suelo,
como atacados por
apoplejía. Judas,
que estaba todavía
al lado de ellos, se
sorprendió, y
queriendo acercarse
a Jesús, el Señor le
tendió la mano, y le
dijo: "Amigo mío,
¿qué has venido a
hacer aquí?". Y
Judas balbuceando,
habló de un negocio
que le habían
encargado. Jesús le
respondió en pocas
palabras, cuya
sustancia es ésta:
"¡Más te valdría no
haber nacido!".
Mientras tanto, los
soldados se
levantaron y se
acercaron al Señor,
esperando la señal
del traidor: el beso
que debía dar a
Jesús. Pedro y los
otros discípulos
rodearon a Judas y
le llamaron ladrón y
traidor.
Quiso
persuadirlos con
mentiras, pero no
pudo, porque los
soldados lo
defendían contra los
Apóstoles, y por eso
mismo atestiguaban
contra él. Jesús
dijo por segunda
vez: "¿A quién
buscáis?". Ellos
respondieron
también: "A Jesús
Nazareno".
"Yo soy,
ya os lo he dicho;
soy yo a quien
buscáis; dejad a
éstos". A estas
palabras los
soldados cayeron una
segunda vez con
contorsiones
semejantes a las de
la epilepsia. Jesús
dijo a los soldados:
"Levantaos". Se
levantaron, en
efecto, llenos de
terror; pero como
los soldados
estrechaban a Judas,
los soldados le
libraron de sus
manos y le mandaron
con amenazas que les
diera la señal
convenida, pues
tenían orden de
tomar a aquél a
quien besara.
Entonces Judas vino
a Jesús, y le dio un
beso con estas
palabras: "Maestro,
yo os saludo". Jesús
le dijo: "Judas, ¿tu
vendes al Hijo del
hombre con un
beso?". Entonces los
soldados rodearon a
Jesús, y los
alguaciles, que se
habían acercado, le
echaron mano. Judas
quiso huir, pero los
Apóstoles lo
detuvieron: se
echaron sobre los
soldados, gritando:
"Maestro, ¿debemos
herir con la
espada?". Pedro, más
ardiente que los
otros, tomó la suya,
pegó a Malco, criado
del Sumo Sacerdote,
que quería rechazar
a los Apóstoles, y
le hirió en la
oreja: éste cayó en
el suelo, y el
tumulto llegó
entonces a su colmo.
Los alguaciles
habían tomado a
Jesús para atarlo:
los soldados le
rodeaban un poco más
de lejos, y, entre
ellos, Pedro que
había herido a
Malco. Otros
soldados estaban
ocupados en rechazar
a los discípulos que
se acercaban; o en
perseguir a los que
huían. Cuatro
discípulos se veían
a lo lejos: los
soldados no se
habían aún serenado
del terror de su
caída, y no se
atrevían a alejarse
por no disminuir la
tropa que rodeaba a
Jesús. Tal era el
estado de cosas
cuando Pedro pegó a
Malco, mas Jesús le
dijo en seguida:
"Pedro, mete tu
espada en la vaina,
pues el que a
cuchillo mata a
cuchillo muere:
¿crees tú que yo no
puedo pedir a mi
Padre que me envíe
más de doce legiones
de ángeles? ¿No debo
yo apurar el cáliz
que mi Padre me ha
dado a beber? ¿Cómo
se cumpliría la
Escritura si estas
cosas no
sucedieran?".
Y
añadió: "Dejadme
curar a este
hombre". Se acercó a Malco, tocó su
oreja, oró, y la
curó. Los soldados
que estaban a su
alrededor con los
alguaciles y los
seis fariseos; éstos
le insultaron,
diciendo a la tropa:
"Es un enviado del
diablo; la oreja
parecía cortada por
sus encantos, y por
sus mismos encantos
la ha curado".
Entonces Jesús les
dijo: "Habéis venido
a tomarme como un
asesino, con armas y
palos; he enseñado
todos los días en el
templo, y no me
habéis prendido;
pero vuestra hora,
la hora del poder de
las tinieblas, ha
llegado". Mandaron
que lo atasen, y lo
insultaban
diciéndole: "Tu no
has podido vencernos
con tus encantos".
Jesús les dio una
respuesta, de la que
no me acuerdo bien,
y los discípulos
huyeron en todas
direcciones. Los
cuatro alguaciles y
los seis fariseos no
cayeron cuando los
soldados, y por
consecuencia no se
habían levantado.
Así me fue revelado,
porque estaban del
todo entregados a
Satanás, lo mismo
que Judas, que
tampoco se cayó,
aunque estaba al
lado de los
soldados. Todos los
que se cayeron y se
levantaron se
convirtieron
después, y fueron
cristianos. Estos
soldados habían
puesto las manos
sobre El. Malco se
convirtió después de
su cura, y en las
horas siguientes
sirvió de mensajero
a María y a los
otros amigos del
Salvador.
Los alguaciles
ataron a Jesús con
la brutalidad de un
verdugo. Eran
paganos, y de baja
extracción. Tenían
el cuello, los
brazos y las piernas
desnudos; eran
pequeños, robustos y
muy ágiles; el color
de la cara era
moreno rojizo, y
parecían esclavos
egipcios. Ataron a
Jesús las manos
sobre el pecho con
cordeles nuevos y
durísimos; le ataron
el puño derecho bajo
el codo izquierdo, y
el puño izquierdo
bajo el codo
derecho. Le pusieron
alrededor del cuerpo
una especie de
cinturón lleno de
puntas de hierro, al
cual le ataron las
manos con ramas de
sauce; le pusieron
al cuello una
especie de collar
lleno de puntas, del
cual salían dos
correas que se
cruzaban sobre el
pecho como una
estola, y estaban
atadas al cinturón.
De éste salían
cuatro cuerdas, con
las cuales tiraban
al Señor de un lado
y de otro, según su
inhumano capricho.
Se pusieron en
marcha, después de
haber encendido
muchas hachas. Diez
hombres de la
guardia iban
delante; después
seguían los
alguaciles, que
tiraban a Jesús por
las cuerdas; detrás
los fariseos que lo
llenaban de
injurias: los otros
diez soldados
cerraban la marcha.
Los alguaciles
maltrataban a Jesús
de la manera más
cruel, para adular
bajamente a los
fariseos, que
estaban llenos de
odio y de rabia
contra el Salvador.
Lo llevaban por
caminos ásperos, por
encima de las
piedras, por el
lodo, y tiraban de
las cuerdas con toda
su fuerza. Tenían en
la mano otras
cuerdas con nudos, y
con ellas le
pegaban.
Andaban de
prisa y llegaron al
puente sobre el
torrente de Cedrón.
Antes de llegar a él vi a Jesús dos veces
caer en el suelo por
los violentos
tirones que le
daban. Pero al
llegar al medio del
puente, su crueldad
no tuvo límites:
empujaron
brutalmente a Jesús
atado, y lo echaron
desde su altura en
el torrente,
diciéndole que
saciara su sed. Sin
la asistencia
divina, esto sólo
hubiera bastado para
matarlo. Cayó sobre
las rodillas y sobre
la cara, que se le
hubiera despedazado
contra los cantos,
que estaban apenas
cubiertos con un
poco de agua, si no
le hubiera protegido
con los brazos
juntos atados; pues
se habían desatado
de la cintura, sea
por una asistencia
divina, o sea porque
los alguaciles lo
habían desatado. Sus
rodillas, sus pies,
sus codos y sus
dedos, se
imprimieron
milagrosamente en la
piedra donde cayó, y
esta marca fue
después un objeto de
veneración. Las
piedras eran más
blandas y más
creyentes que el
corazón de los
hombres, y daban
testimonio, en
aquellos terribles
momentos, de la
impresión que la
verdad suprema hacía
sobre ellas. Yo no
he visto a Jesús
beber, a pesar de la
sed ardiente que
siguió a su agonía
en el jardín de los
Olivos; le vi beber
agua del Cedrón
cuando le echaron en
él, y supe que se
cumplió un pasaje
profético de los
Salmos, que dice que
beberá en el camino
del agua del
torrente (Salmo
109).
Los alguaciles
tenían siempre a
Jesús atado con las
cuerdas. Pero no
pudiéndole hacer
atravesar el
torrente, a causa de
una obra de
albañilería que
había al lado
opuesto, volvieron
atrás, y lo
arrastraron con las
cuerdas hasta el
borde. Entonces
aquéllos lo
empujaron sobre el
puente, llenándolo
de injurias, de
maldiciones y de
golpes. Su larga
túnica de lana, toda
empapada en agua, se
pegaba a sus
miembros; apenas
podía andar, y al
otro lado del puente
cayó otra vez en el
suelo. Lo levantaron
con violencia, le
pegaron con las
cuerdas, y ataron a
su cintura los
bordes de su vestido
húmedo. No era aún
media noche cuando vi a Jesús al otro
lado del Cedrón,
arrastrado
inhumanamente por
los cuatro
alguaciles por un
sendero estrecho,
entre las piedras,
los cardos y las
espinas. Los seis
perversos fariseos
iban lo más cerca de
El que el camino les
permitía, y con
palos de diversas
formas le empujaban,
le picaban o le
pegaban. Cuando los
pies desnudos y
ensangrentados de
Jesús se rasgaban
con las piedras o
las espinas, le
insultaban con una
cruel ironía,
diciendo: "Su
precursor Juan
Bautista no le ha
preparado un buen
camino"; o bien:
"La
palabra de Malaquías:
Envío delante de Ti
mi ángel para
prepararte el
camino, no se aplica
aquí". Y cada burla
de estos hombres era
como un aguijón para
los alguaciles, que
redoblaban los malos
tratamientos con
Jesús.
Sin embargo,
advirtieron que
algunas personas se
aparecían acá y allá
a lo lejos; pues
muchos discípulos se
habían juntado al
oír la prisión del
Señor, y querían
saber qué iba a
suceder a su
Maestro. Los
enemigos de Jesús,
temiendo algún
ataque, dieron con
sus gritos señal
para que les
enviasen refuerzo.
Distaban todavía
algunos pasos de una
puerta situada al
mediodía del templo,
y que conduce, por
un arrabal, llamado Ofel, a la montaña
de Sión, adonde
vivían Anás y
Caifás. Vi salir de
esta puerta unos
cincuenta soldados.
Llevaban muchas
hachas, eran
insolentes,
alborotadores y
daban gritos para
anunciar su llegada
y felicitar a los
que venían de la
victoria. Cuando se
juntaron con la
escolta de Jesús, vi
a Malco y a algunos
otros aprovecharse
del desorden,
ocasionado por esta
reunión, para
escaparse al monte
de los Olivos. Los
cincuenta soldados
eran un destacamento
de una tropa de
trescientos hombres,
que ocupaba las
puertas y las calles
de Ofel; pues el
traidor Judas había
dicho a los
príncipes de los
sacerdotes que los
habitantes de Ofel,
pobres obreros la
mayor parte, eran
partidarios de
Jesús, y que se
podía temer que
intentaran
libertarlo. El
traidor sabía que
Jesús había
consolado, enseñado,
socorrido y curado
un gran número de
aquellos pobres
obreros. En Ofel se
había detenido el
Señor en su viaje de
Betania a Hebrón,
después de la
degollación de Juan
Bautista, y había
curado muchos
albañiles heridos en
la caída de la torre
de Siloé.
La mayor
parte de aquella
pobre gente, después
de Pentecostés, se
reunieron a la
primera comunidad
cristiana. Cuando
los cristianos se
separaron de los
judíos y
establecieron casas
para la comunidad,
se elevaron chozas y
tiendas desde allí
hasta el monte de
los Olivos, en medio
del valle. También
vivía allí San
Esteban. Los buenos
habitantes de Ofel
fueron despertados
por los gritos de
los soldados.
Salieron de sus
casas y corrieron a
las calles y las
puertas para saber
lo que sucedía. Mas
los soldados los
empujaban
brutalmente hacia
sus casas,
diciéndoles: "Jesús,
el malhechor,
vuestro falso
profeta, va a ser
conducido preso. El
Sumo Sacerdote no
quiere dejarle
continuar el oficio
que tiene. Será
crucificado". Al
saber esta noticia,
no se oían más
gemidos y llantos.
Aquella pobre gente,
hombres y mujeres,
corrían acá y allá,
llorando, o se
ponían de rodillas
con los brazos
extendidos, y
gritaban al Cielo
recordando los
beneficios de Jesús.
Pero los soldados
los empujaban, les
pegaban, los hacían
entrar por fuerza en
sus casas, y no se
hartaban de injuriar
a Jesús, diciendo:
"Ved aquí la prueba
de que es un
agitador del
pueblo". Sin
embargo, no querían
ejercer grandes
violencias contra
los habitantes de Ofel, por miedo de
que opusieran una
resistencia abierta,
y se contentaban con
alejarlos del camino
que debía seguir
Jesús.
Mientras
tanto, la tropa
inhumana que
conducía al Salvador
se acercaba a la
puerta de Ofel.
Jesús se había caído
de nuevo, y parecía
no poder andar más.
Entonces un soldado
caritativo dijo a
los otros: "Ya veis
que este infeliz
hombre no puede
andar. Si hemos de
conducirle vivo a
los príncipes de los
sacerdotes,
aflojadle las manos
ara que pueda
apoyarse cuando se
caiga". La tropa se
paró, y los
alguaciles desataron
los cordeles;
mientras tanto, un
soldado compasivo le
trajo un poco de
agua de una fuente
que estaba cerca.
Jesús le dio las
gracias, y citó con
este motivo un
pasaje de los
Profetas, que habla
de fuentes de agua
viva, y esto le
valió mil injurias y
mil burlas de parte
de los fariseos. Vi
a estos dos hombres,
el que le hizo
desatar las manos y
el que le dio de
beber, ser
favorecidos de una
luz interior de la
gracia. Se
convirtieron antes
de la muerte de
Jesús, y se juntaron
con sus discípulos.
Se volvieron a poner
en marcha y en todo
el camino no cesaron
de maltratar al
Señor.
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