En el Monte de los
Olivos
I
Cuando Jesús,
después de
instituido el
Santísimo Sacramento
del altar, salió del
Cenáculo con los
once Apóstoles, su
alma estaba turbada,
y su tristeza se iba
aumentando. Condujo
a los once por un
sendero apartado en
el valle de Josafat.
El Señor, andando
con ellos, les dijo
que volvería a este
sitio a juzgar al
mundo; que entonces
los hombres
temblarían y
gritarían: "¡Montes,
cubridnos!". Les
dijo también: "Esta
noche seréis
escandalizados por
causa mía; pues está
escrito: Yo heriré
al Pastor, y las
ovejas serán
dispersadas. Pero
cuando resucite, os
precederé en
Galilea". Los
Apóstoles
conservaban aún algo
del entusiasmo y del
recogimiento que les
había comunicado la
santa comunión y los
discursos solemnes y
afectuosos de Jesús.
Lo rodeaban, pues, y
le expresaban su
amor de diversos
modos, protestando
que jamás lo
abandonarían; pero
Jesús continuó
hablándoles en el
mismo sentido, y
entonces dijo Pedro:
"Aunque todos se
escandalizaren por
vuestra causa, yo
jamás me
escandalizaré". El
Señor le predijo que
antes que el gallo
cantare le negaría
tres veces, y Pedro
insistió de nuevo, y
le dijo: "Aunque
tenga que morir con
Vos, nunca os
negaré". Así
hablaron también los
demás. Andaban y se
paseaban
alternativamente, y
la tristeza de Jesús
se aumentaba cada
vez más.
Querían
ellos consolarlo de
un modo puramente
humano, asegurándole
que lo que preveía
no sucedería. Se
cansaron en esta
vana tentativa,
comenzaron a sudar,
y vino sobre ellos
la tentación.
Atravesaron el
torrente de Cedrón,
no por el puente
donde fue conducido
preso Jesús más
tarde, sino por
otro, pues habían
dado un rodeo. Getsemaní, adonde se
dirigían, está a
media legua del
Cenáculo. Desde el
Cenáculo hasta la
puerta del valle de
Josafat, hay un
cuarto de legua, y
otro tanto desde
allí hasta Getsemaní.
Este sitio, donde
Jesús en los últimos
días había pasado
algunas noches con
sus discípulos, se
componía de varias
casas vacías y
abiertas, y de un
gran jardín rodeado
de un seto, adonde
no había más que
plantas de adorno y
árboles frutales.
Los Apóstoles y
algunas otras
personas tenían una
llave de este
jardín, que era un
lugar de recreo y de
oración. El jardín
de los Olivos estaba
separado del de
Getsemaní por un
camino; estaba
abierto, cercado
sólo por una tapia
baja, y era más
pequeño que el
jardín de Getsemaní.
Había en él grutas,
terraplenes y muchos
olivos, y fácilmente
se encontraban
sitios a propósito
para la oración y
para la meditación.
Jesús fue a orar al
más retirado de
todos.
II
Eran cerca de las
nueve cuando Jesús
llegó a Getsemaní
con sus discípulos.
La tierra estaba
todavía oscura; pero
la luna esparcía ya
su luz en el cielo.
El Señor estaba
triste y anunciaba
la proximidad del
peligro. Los
discípulos estaban
sobrecogidos, y
Jesús dijo a ocho de
los que le
acompañaban que se
quedasen en el
jardín de Getsemaní,
mientras él iba a
orar. Llevó consigo
a Pedro, Juan y
Santiago, y entró en
el jardín de los
Olivos. Estaba
sumamente triste,
pues el tiempo de la
prueba se acercaba.
Juan le preguntó
cómo El, que siempre
los había consolado,
podía estar tan
abatido. "Mi alma
está triste hasta la
muerte", respondió
Jesús; y veía por
todos lados la
angustia y la
tentación acercarse
como nubes cargadas
de figuras
terribles. Entonces
dijo a los tres
Apóstoles: "Quedaos
ahí: velad y orad
conmigo para no caer
en tentación". Jesús
bajó un poco a la
izquierda, y se
ocultó debajo de un
peñasco en una gruta
de seis pies de
profundidad, encima
de la cual estaban
los Apóstoles en una
especie de hoyo. El
terreno se inclinaba
poco a poco en esta
gruta, y las plantas
asidas al peñasco
formaban una especie
de cortina a la
entrada, de modo que
no podía ser visto.
Cuando Jesús se
separó de los
discípulos, yo vi a
su alrededor un
círculo de figuras
horrendas, que lo
estrechaban cada vez
más. Su tristeza y
su angustia se
aumentaban; penetró
temblando en la
gruta para orar,
como un hombre que
busca un abrigo
contra la tempestad;
pero las visiones
amenazadoras le
seguían, y cada vez
eran más fuertes.
Esta estrecha
caverna parecía
presentar el
horrible espectáculo
de todos los pecados
cometidos desde la
caída del primer
hombre hasta el fin
del mundo, y su
castigo. A este
mismo sitio, al
monte de los Olivos,
habían venido Adán y
Eva, expulsados del
Paraíso, sobre una
tierra ingrata; en
esta misma gruta
habían gemido y
llorado. Me pareció
que Jesús, al
entregarse a la
divina justicia en
satisfacción de
nuestros pecados,
hacía volver su
Divinidad al seno de
la Trinidad
Santísima; así,
concentrado en su
pura, amante e
inocente humanidad,
y armado sólo de su
amor inefable, la
sacrificaba a las
angustias y a los
padecimientos.
Postrado en tierra,
inclinado su rostro
ya anegado en un mar
de tristeza, todos
los pecados del
mundo se le
aparecieron bajo
infinitas formas en
toda su fealdad
interior; los tomó
todos sobre sí, y se
ofreció en la
oración, a la
justicia de su Padre
celestial para pagar
esta terrible deuda.
Pero Satanás, que se
agitaba en medio de
todos estos horrores
con una sonrisa
infernal, se
enfurecía contra
Jesús; y haciendo
pasar ante sus ojos
pinturas cada vez
más horribles,
gritaba a su santa
humanidad: "¡Como!,
¿tomarás tú éste
también sobre ti?,
¿sufrirás su
castigo?, ¿quieres
satisfacer por todo
esto?". Entre los
pecados del mundo
que pesaban sobre el
Salvador, yo vi
también los míos; y
del círculo de
tentaciones que lo
rodeaban vi salir
hacia mí como un río
en donde todas mis
culpas me fueron
presentadas.
Al
principio Jesús
estaba arrodillado,
y oraba con
serenidad; pero
después su alma se
horrorizó al aspecto
de los crímenes
innumerables de los
hombres y de su
ingratitud para con
Dios: sintió un
dolor tan vehemente,
que exclamó
diciendo: "¡Padre
mío, todo os es
posible: alejad este
cáliz!". Después se
recogió y dijo: "Que
vuestra voluntad se
haga y no la mía".
Su voluntad era la
de su Padre; pero
abandonado por su
amor a las
debilidades de la
humanidad temblaba
al aspecto de la
muerte. Yo vi la
caverna llena de
formas espantosas;
vi todos los
pecados, toda la
malicia, todos los
vicios, todos los
tormentos, todas las
ingratitudes que le
oprimían: el espanto
de la muerte, el
terror que sentía
como hombre al
aspecto de los
padecimientos
expiatorios, le
asaltaban bajo la
figura de espectros
horrendos. Sus
rodillas vacilaban;
juntaba las manos;
inundábalo el sudor,
y se estremecía de
horror. Por fin se
levantó, temblaban
sus rodillas, apenas
podían sostenerlo;
tenía la fisonomía
descompuesta, y
estaba desconocido,
pálido y erizados
los cabellos sobre
la cabeza. Eran
cerca de las diez
cuando se levantó, y
cayendo a cada paso,
bañado de sudor
frío, fue adonde
estaban los tres
Apóstoles, subió a
la izquierda de la
gruta, al sitio
donde esto se habían
dormido, rendidos,
fatigados de
tristeza y de
inquietud. Jesús
vino a ellos como un
hombre cercado de
angustias que el
terror le hace
recurrir a sus
amigos, y semejante
a un buen pastor
que, avisado de un
peligro próximo,
viene a visitar a su
rebaño amenazado,
pues no ignoraba que
ellos también
estaban en la
angustia y en la
tentación.
Las
terribles visiones
le rodeaban también
en este corto
camino. Hallándolos
dormidos, juntó las
manos, cayó junto a
ellos lleno de
tristeza y de
inquietud, y dijo:
"Simón, ¿duermes?". Despertáronse al
punto; se levantaron
y díjoles en su
abandono: "¿No
podíais velar una
hora conmigo?".
Cuando le vieron
descompuesto,
pálido, temblando,
empapado en sudor;
cuando oyeron su voz
alterada y casi
extinguida, no
supieron qué pensar;
y si no se les
hubiera aparecido
rodeado de una luz
radiante, lo
hubiesen
desconocido. Juan le
dijo: "Maestro, ¿qué
tenéis? ¿Debo llamar
a los otros
discípulos? ¿Debemos
huir?". Jesús
respondió: "Si
viviera, enseñara y
curara todavía
treinta y tres años,
no bastaría para
cumplir lo que tengo
que hacer de aquí a
mañana. No llames a
los otros ocho;
helos dejados allí,
porque no podrían
verme en esta
miseria sin
escandalizarse:
caerían en
tentación,
olvidarían mucho, y
dudarían de Mí,
porque verían al
Hijo del hombre
transfigurado, y
también en su
oscuridad y
abandono; pero vela
y ora para no caer
en la tentación,
porque el espíritu
es pronto, pero la
carne es débil".
Quería así
excitarlos a la
perseverancia, y
anunciarles la lucha
de su naturaleza
humana contra la
muerte, y la causa
de su debilidad.
Les
habló todavía de su
tristeza, y estuvo
cerca de un cuarto
de hora con ellos.
Se volvió a la
gruta, creciendo
siempre su angustia:
ellos extendían las
manos hacia El,
lloraban, se echaban
en los brazos los
unos a los otros, y
se preguntaban:
"¿Qué tiene?, ¿qué
le ha sucedido?,
¿está en un abandono
completo?".
Comenzaron a orar
con la cabeza
cubierta, llenos de
ansiedad y de
tristeza. Todo lo
que acabo de decir
ocupó el espacio de
hora y media, desde
que Jesús entró en
el jardín de los
Olivos. En efecto,
dice en la
Escritura: "¿No
habéis podido velar
una hora conmigo?".
Pero esto no debe
entenderse a la
letra y según
nuestro modo de
contar. Los tres
Apóstoles que
estaban con Jesús
habían orado
primero, después se
habían dormido,
porque habían caído
en tentación por
falta de confianza.
Los otros ocho, que
se habían quedado a
la entrada, no
dormían: la tristeza
que encerraban los
últimos discursos de
Jesús los había
dejado muy
inquietos; erraban
por el monte de los
Olivos para buscar
algún refugio en
caso de peligro.
III
Había poco ruido en
Jerusalén; los
judíos estaban en
sus casas ocupados
en los preparativos
de la fiesta; yo vi
acá y allá amigos y
discípulos de Jesús,
que andaban y
hablaban juntos;
parecían inquietos y
como si esperasen
algún
acontecimiento. La
Madre del Señor,
Magdalena, Marta,
María hija de
Cleofás, María
Salomé, y Salomé,
habían ido desde el
Cenáculo a la casa
de María, madre de
Marcos. María
asustada de lo que
decían sobre Jesús,
quiso venir al
pueblo para saber
noticias suyas.
Lázaro, Nicodemus,
José de Arimatea, y
algunos parientes de
Hebrón, vinieron a
velar para
tranquilizarla. Pues
habiendo tenido
conocimiento de las
tristes predicciones
de Jesús en el
Cenáculo, habían ido
a informarse a casa
de los fariseos
conocidos suyos, y
no habían oído que
se preparase ninguna
tentativa contra
Jesús: decían que el
peligro no debía ser
tan grande; que no
atacarían al Señor
tan cerca de la
fiesta; ellos no
sabían nada de la
traición de Judas.
María les habló de
la agitación de éste
en los últimos días;
de qué manera había
salido del Cenáculo;
seguramente había
ido a denunciar a
Aquél: Ella le había
dicho con frecuencia
que era un hijo de
perdición. Las
santas mujeres se
volvieron a casa de
María, madre de
Marcos.
IV
Cuando Jesús volvió
a la gruta y con El
todos sus dolores,
se prosternó con el
rostro contra la
tierra y los brazos
extendidos, y en
esta actitud rogó a
su Padre celestial;
pero hubo una nueva
lucha en su alma,
que duró tres
cuartos de hora.
Vinieron ángeles a
mostrarle en una
serie de visiones
todos los dolores
que había de padecer
para expiar el
pecado. Mostráronle
cuál era la belleza
del hombre antes de
su caída, y cuánto
lo había desfigurado
y alterado ésta. Vio
el origen de todos
los pecados en el
primer pecado; la
significación y la
esencia de la
concupiscencia; sus
terribles efectos
sobre las fuerzas
del alma humana, y
también la esencia y
la significación de
todas las penas
correspondientes a
la concupiscencia.
Le mostraron, en la
satisfacción que
debía de dar a la
divina Justicia, un
padecimiento de
cuerpo y alma que
comprendía todas las
penas debidas a la
concupiscencia de
toda la humanidad;
la deuda del género
humano debía ser
satisfecha por la
naturaleza humana,
exenta de pecado,
del Hijo de Dios.
Los ángeles le
presentaban todo
esto bajo diversas
formas, y yo
percibía lo que
decían, a pesar de
que no oía su voz.
Ningún lenguaje
puede expresar el
dolor y el espanto
que sobresaltaron el
alma de Jesús a la
vista de estas
terribles
expiaciones; el
dolor de esta visión
fue tal, que un
sudor de sangre
salió de todo su
cuerpo. Mientras la
humanidad de
Jesucristo estaba
sumergida en esta
inmensidad de
padecimientos, yo
noté en los ángeles
un movimiento de
compasión; hubo un
momento de silencio;
me pareció que
deseaban
ardientemente
consolarle, y que
por eso oraban ante
el trono de Dios.
Hubo como una lucha
de un instante entre
la misericordia y la
justicia de Dios, y
el amor que se
sacrificaba. Me
pareció que la
voluntad divina del
Hijo se retiraba al
Padre, para dejar
caer sobre su
humanidad todos los
padecimientos que la
voluntad humana de
Jesús pedía a su
Padre que alejara de
El. Vi esto en el
momento de consolar
a Jesús, y en
efecto, recibió en
ese instante algún
alivio. Entonces
todo desapareció, y
los ángeles
abandonaron al Señor
cuya alma iba a
sufrir nuevos
ataques.
V
Habiendo resistido
victoriosamente
Jesús a todos estos
combates por su
abandono completo a
la voluntad de su
Padre celestial, le
fue presentado un
nuevo círculo de
horribles visiones.
La duda y la
inquietud que
preceden al
sacrificio en el
hombre que se
sacrifica, asaltaron
el alma del Señor,
que se hizo esta
terrible pregunta:
"¿Cuál será el fruto
de este
sacrificio?". Y el
cuadro más terrible
vino a oprimir su
amante corazón. Apareciéronse a los
ojos de Jesús todos
los padecimientos
futuros de sus
Apóstoles, de sus
discípulos y de sus
amigos; vio a la
Iglesia primitiva
tan pequeña, y a
medida que iba
creciendo vio las
herejías y los
cismas hacer
irrupción, y renovar
la primera caída del
hombre por el
orgullo y la
desobediencia; vio
la frialdad, la
corrupción y la
malicia de un número
infinito de
cristianos; la
mentira y la malicia
de todos los
doctores orgullosos,
los sacrilegios de
todos los sacerdotes
viciosos, las
funestas
consecuencias de
todos estos actos,
la abominación y la
desolación en el
reino de Dios en el
santuario de esta
ingrata humanidad,
que El quería
rescatar con su
sangre al precio de
padecimientos
indecibles.
Vio los
escándalos de todos
los siglos hasta
nuestro tiempo y
hasta el fin del
mundo, todas las
formas del error,
del fanatismo
furioso y de la
malicia; todos los apóstatas, los
herejes, los
reformadores con la
apariencia de
Santos; los
corruptores y los
corrompidos lo
ultrajaban y lo
atormentaban como si
a sus ojos no
hubiera sido bien
crucificado, no
habiendo sufrido
como ellos lo
entendían o se lo
imaginaban, y todos
rasgaban el vestido
sin costura de la
Iglesia; muchos lo
maltrataban, lo
insultaban, lo
renegaban: muchos al
oír su nombre
alzaban los hombros
y meneaban la cabeza
en señal de
desprecio; evitaban
la mano que les
tendía, y se volvían
al abismo donde
estaban sumergidos.
Vio una infinidad de
otros que no se
atrevían a dejarlo
abiertamente, pero
que se alejaban con
disgusto de las
llagas de su
Iglesia, como el
levita se alejó del
pobre asesinado por
los ladrones. Se
alejaban de su
esposa herida, como
hijos cobardes y sin
fe abandonan a su
madre cuando llega
la noche, cuando
vienen los ladrones,
a los cuales, la
negligencia o la
malicia ha abierto
la puerta.
El
Salvador vio con
amargo dolor toda la
ingratitud, toda la
corrupción de los
cristianos de todos
los tiempos; juntaba
las manos, caía como
abrumado sobre sus
rodillas, y su
voluntad humana
libraba un combate
tan terrible contra
la repugnancia de
sufrir tanto por una
raza tan ingrata,
que el sudor de
sangre caía de su
cuerpo a gotas sobre
el suelo. En medio
de su abandono,
miraba alrededor
como para hallar
socorro, y parecía
tomar el cielo, la
tierra y los astros
del firmamento por
testigos de sus
padecimientos. Como
elevaba la voz los
tres Apóstoles se
despertaron,
escucharon y
quisieron ir hacia
El; pero Pedro
detuvo a los otros
dos, y dijo: "Estad
quietos: yo voy a
El". Lo vi correr y
entrar en la gruta,
exclamando:
"Maestro, ¿qué
tenéis?". Y se
quedó temblando a la
vista de Jesús
ensangrentado y
aterrorizado. Jesús
no le respondió.
Pedro se volvió a
los otros, y les
dijo que el Señor no
le había respondido,
y que no hacía más
que gemir y
suspirar. Su
tristeza se aumentó, cubriéronse la
cabeza, y lloraron
orando. Muchas veces
le oí gritar: "Padre
mío, ¿es posible que
he de sufrir por
esos ingratos? ¡Oh
Padre mío! ¡Si este
cáliz no se puede
alejar de mí, que
vuestra voluntad se
haga y no la mía!".
VI
En medio de todas
esas apariciones, yo
veía a Satanás
moverse bajo
diversas formas
horribles, que
representaban
diferentes especies
de pecados. Estas
figuras diabólicas
arrastraban, a los
ojos de Jesús, una
multitud de hombres,
por cuya redención
entraba en el camino
doloroso de la cruz.
Al principio vi rara
vez la serpiente,
después la vi
aparecer con una
corona en la cabeza:
su estatura era
gigantesca, su
fuerza parecía
desmedida, y llevaba
contra Jesús
innumerables
legiones de todos
los tiempos, de
todas las razas. En
medio de esas
legiones furiosas,
de las cuales
algunas me parecían
compuestas de
ciegos, Jesús estaba
herido como si
realmente hubiera
sentido sus golpes;
en extremo
vacilante, tan
pronto se levantaba
como se caía, y la
serpiente, en medio
de esa multitud que
gritaba sin cesar
contra Jesús, batía
acá y allá con su
cola, y desollaba a
todos lo que
derribaba. Entonces
me fue revelado que
estos enemigos del
Salvador eran los
que maltrataban a
Jesucristo realmente
presente en el
Santísimo
Sacramento. Reconocí
entre ellos todas
las especies de
profanadores de la
Sagrada Eucaristía.
Yo vi con horror
todos esos ultrajes
desde la
irreverencia, la
negligencia, la
omisión, hasta el
desprecio, el abuso
y el sacrilegio;
desde la adhesión a
los ídolos del
mundo, a las
tinieblas y a la
falsa ciencia, hasta
el error, la
incredulidad, el
fanatismo y la
persecución. Vi
entre esos hombres,
ciegos, paralíticos,
sordos, mudos y aun
niños. Ciegos que no
querían ver la
verdad, paralíticos
que no querían andar
con ella, sordos que
no querían oír sus
avisos y amenazas;
mudos que no querían
combatir por ella
con la espada de la
palabra, niños
perdidos por causa
de padres o maestros
mundanos y olvidados
de Dios, mantenidos
con deseos
terrestres, llenos
de una vana
sabiduría y alejados
de las cosas
divinas. Vi con
espanto muchos
sacerdotes, algunos
mirándose como
llenos de piedad y
de fe, maltratar
también a Jesucristo
en el Santísimo
Sacramento. Yo vi a
muchos que creían y
enseñaban la
presencia de Dios
vivo en el Santísimo
Sacramento, pero
olvidaban y
descuidaban el
Palacio, el Trono,
lugar de Dios vivo,
es decir, la
Iglesia, el altar,
la custodia, los
ornamentos, en fin,
todo lo que sirve al
uso y a la
decoración de la
Iglesia de Dios.
Todo se perdía en el
polvo y el culto
divino estaba si no
profanado
interiormente, a lo
menos deshonrado en
el exterior. Todo
eso no era el fruto
de una pobreza
verdadera, sino de
la indiferencia, de
la pereza, de la
preocupación de
vanos intereses
terrestres, y
algunas veces del
egoísmo y de la
muerte interior.
Aunque hablara un
año entero, no
podría contar todas
las afrentas hechas
a Jesús en el
Santísimo
Sacramento, que supe
de esta manera.
Vi a
los autores de ellas
asaltar al Señor,
herirle con diversas
armas, según la
diversidad de sus
ofensas. Vi
cristianos
irreverentes de
todos los siglos,
sacerdotes ligeros o
sacrílegos, una
multitud de
comuniones tibias o
indignas. ¡Qué
espectáculo tan
doloroso! Yo veía la
Iglesia, como el
cuerpo de Jesús, y
una multitud de
hombres que se
separaban de la
Iglesia, rasgaban y
arrancaban pedazos
enteros de su carne
viva. Jesús los
miraba con ternura,
y gemía de verlos
perderse. Vi las
gotas de sangre caer
sobre la pálida cara
del Salvador.
Después de la visión
que acabo de hablar,
huyó fuera de la
caverna. Cuando vino
hacia los Apóstoles,
tenían la cabeza
cubierta, y se
habían sentado sobre
las rodillas en la
misma posición que
tiene la gente de
ese país cuando está
de luto o quiere
orar. Jesús,
temblando y
gimiendo, se acercó
a ellos, y
despertaron. Pero
cuando a la luz de
la luna le vieron de
pie delante de
ellos, con la cara
pálida y
ensangrentada, no lo
conocieron de
pronto, pues estaba
muy desfigurado. Al
verle juntar las
manos, se
levantaron, y
tomándole por los
brazos, le
sostuvieron con
amor, y El les dijo
con tristeza que lo
matarían al día
siguiente, que lo
prenderían dentro de
una hora, que lo
llevarían ante un
tribunal, que sería
maltratado, azotado
y entregado a la
muerte más cruel. No
le respondieron,
pues no sabían qué
decir; tal sorpresa
les había causado su
presencia y sus
palabras. Cuando
quiso volver a la
gruta, no tuvo
fuerza para andar.
Juan y Santiago lo
condujeron y
volvieron cuando
entró en ella; eran
las once y cuarto,
poco más o menos.
VII
Durante esta agonía
de Jesús, vi a la
Virgen Santísima
llena de tristeza y
de amargura en casa
de María, madre de
Marcos. Estaba con
Magdalena y María en
el jardín de la
casa, encorvada
sobre una piedra y
apoyada sobre sus
rodillas. Había
enviado un mensajero
a saber de El, y no
pudiendo esperar su
vuelta, se fue
inquieta con
Magdalena y Salomé
hacia el valle de
Josafat. Iba
cubierta con un
velo, y con
frecuencia extendía
sus brazos hacia el
monte de los Olivos,
pues veía en
espíritu a Jesús
bañado de un sudor
de sangre, y parecía
que con sus manos
extendidas quería
limpiar la cara de
su Hijo. En aquel
momento los ocho
Apóstoles vinieron a
la choza de follaje
de Getsemaní,
conversaron entre
sí, y acabaron por
dormirse. Estaban
dudosos, sin ánimo,
y atormentados por
la tentación. Cada
uno había buscado un
sitio en donde
poderse refugiar, y
se preguntaban con
inquietud: "¿Qué
haremos nosotros
cuando le hayan
hecho morir? Lo
hemos dejado todo
por seguirle; somos
pobres y desechados
de todo el mundo;
nos hemos abandonado
enteramente a El, y
ahora está tan
abatido, que no
podemos hallar en El
ningún consuelo".
VIII
Vi a Jesús orando
todavía en la gruta,
luchando contra la
repugnancia de su
naturaleza humana, y
abandonándose a la
voluntad de su
Padre. Aquí el
abismo se abrió
delante de El, y los
primeros grados del
limbo se le
presentaron. Vi a
Adán y a Eva, los
Patriarcas, los
Profetas, los
justos, los
parientes de su
Madre y Juan
Bautista, esperando
su llegada al mundo
inferior, con un
deseo tan violento,
que esta vista
fortificó y animó su
corazón lleno de
amor. Su muerte
debía abrir el Cielo
a estos cautivos.
Cuando Jesús hubo
mirado con una
emoción profunda
estos Santos del
antiguo mundo, los
ángeles le
presentaron todas
las legiones de los
bienaventurados
futuros que,
juntando sus
combates a los
méritos de su
Pasión, debían
unirse por medio de
El al Padre
celestial. Era esta
una visión bella y
consoladora. Vio la
salvación y la
santificación
saliendo como un río
inagotable del
manantial de
redención abierto
después de su
muerte. Los
Apóstoles, los
discípulos, las
vírgenes y las
mujeres, todos los
mártires, los
confesores y los
ermitaños, los Papas
y los Obispos, una
multitud de
religiosos, en fin,
todo el ejército de
los bienaventurados
se presentó a su
vista.
Todos
llevaban una corona
sobre la cabeza, y
las flores de la
corona diferían de
forma, de color, de
olor y de virtud,
según la diferencia
de los
padecimientos, de
los combates, de las
victorias con que
habían adquirido la
gloria eterna. Toda
su vida y todos sus
actos, todos sus
méritos y toda su
fuerza, como toda la
gloria de su
triunfo, venían
únicamente de su
unión con los
méritos de
Jesucristo. Pero
estas visiones
consoladoras
desaparecieron, y
los ángeles le
presentaron su
Pasión, que se
acercaba. Vi todas
las escenas
presentarse delante
de El, desde el beso
de Judas hasta las
últimas palabras
sobre la Cruz. Vi
allí todo lo que veo
en mis meditaciones
de la Pasión. La
traición de Judas,
la huida de los
discípulos, los
insultos delante de
Anás y de Caifás, la
apostasía de Pedro,
el tribunal de
Pilatos, los
insultos de Herodes,
los azotes, la
corona de espinas,
la condenación a
muerte, el camino de
la Cruz, el sudario
de la Verónica, la
crucifixión, los
ultrajes de los
fariseos, los
dolores de María, la
Magdalena y de Juan,
la abertura del
costado; en fin,
todo le fue
presentado con las
más pequeñas
circunstancias. Lo
aceptó todo
voluntariamente, y a
todo se sometió por
amor de los hombres.
IX
Al fin de las
visiones sobre la
Pasión, Jesús cayó
sobre su cara como
un moribundo; los
ángeles
desaparecieron; el
sudor de la sangre
corrió con más
abundancia y
atravesó sus
vestidos. La más
profunda oscuridad
reinaba en la
caverna. Vi bajar un
ángel hacia Jesús.
Estaba vestido como
un sacerdote, y
traía delante de él,
en sus manos, un
pequeño cáliz,
semejante al de la
Cena. En la boca de
este cáliz se veía
una cosa ovalada del
grueso de una haba,
que esparcía una luz
rojiza. El ángel,
sin bajar hasta el
suelo, extendió la
mano derecha hacia
Jesús, que se
enderezó, le metió
en la boca este
alimento misterioso
y le dio de beber en
el pequeño cáliz
luminoso. Después
desapareció.
Habiendo Jesús
aceptado libremente
el cáliz de sus
padecimientos y
recibido una nueva
fuerza, estuvo
todavía algunos
minutos en la gruta,
en una meditación
tranquila, dando
gracias a su Padre
celestial. Estaba
todavía afligido,
pero confortado
naturalmente hasta
el punto de poder ir
al sitio donde
estaban los
discípulos sin
caerse y sin
sucumbir bajo el
peso de su dolor.
Cuando Jesús llegó a
sus discípulos,
estaban éstos
acostados como la
primera vez; tenían
la cabeza cubierta,
y dormían.
El Señor
les dijo que no era
tiempo de dormir,
que debían
despertarse y orar.
"Ved aquí a hora en
que el Hijo del
hombre será
entregado en manos
de los pecadores,
les dijo; levantaos
y andemos: el
traidor está cerca:
más le valdría no
haber nacido". Los
Apóstoles se
levantaron
asustados, mirando
alrededor con
inquietud. Cuando se
serenaron un poco,
Pedro dijo con
animación: "Maestro,
voy a llamar a los
otros para que os
defendamos". Pero
Jesús le mostró a
cierta distancia del
valle, del lado
opuesto del torrente
del Cedrón, una
tropa de hombres
armados que se
acercaban con
faroles, y le dijo
que uno de ellos le
había denunciado.
Les habló todavía
con serenidad, les
recomendó que
consolaran a su
Madre, y les dijo:
"Vamos a su
encuentro: me
entregaré sin
resistencia entre
las manos de mis
enemigos". Entonces
salió del jardín de
los Olivos con sus
tres discípulos, y
vino al encuentro de
los soldados en el
camino que estaba
entre el jardín y Getsemaní.
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