Ayer tarde fue
cuando tuvo lugar la
última gran comida
del Señor y sus
amigos, en casa de
Simón el Leproso, en Betania, en donde
María Magdalena
derramó por
última vez los
perfumes sobre
Jesús. Los
discípulos habían
preguntado ya a
Jesús dónde quería
celebrar la Pascua.
Hoy, antes de
amanecer, llamó el
Señor a Pedro, a
Santiago y a Juan:
les habló mucho de
todo lo que debían
preparar y ordenar
en Jerusalén, y les
dijo que cuando
subieran al monte de Sión, encontrarían
al hombre con el
cántaro de agua.
Ellos conocían ya a
este hombre, pues en
la última Pascua, en
Betania, él había
preparado la comida
de Jesús: por eso
San Mateo dice:
cierto hombre.
Debían seguirle
hasta su casa y
decirle: "El Maestro
os manda decir que
su tiempo se acerca,
y que quiere
celebrar la Pascua
en vuestra casa".
Después debían ser
conducidos al
Cenáculo, y ejecutar
todas las
disposiciones
necesarias. Yo vi
los dos Apóstoles
subir a Jerusalén; y
encontraron al
principio de una
pequeña subida,
cerca de una casa
vieja con muchos
patios, al hombre
que el Señor les
había designado: le
siguieron y le
dijeron lo que Jesús
les había mandado.
Se alegró mucho de
esta noticia, y les
respondió que la
comida estaba ya
dispuesta en su casa
(probablemente por
Nicodemus); que no
sabía para quién, y
que se alegraba de
saber que era para
Jesús. Este hombre
era Elí, cuñado de
Zacarías de Hebrón,
en cuya casa el año
anterior había Jesús
anunciado la muerte
de Juan Bautista.
Iba todos los años a
la fiesta de la
Pascua con sus
criados, alquilaba
una sala, y
preparaba la Pascua
para las personas
que no tenían
hospedaje en la
ciudad. Ese año
había alquilado un
Cenáculo que
pertenecía a
Nicodemus y a José
de Arimatea. Enseñó
a los dos Apóstoles
su posición y su
distribución
interior.
II
Sobre el lado
meridional de la
montaña de Sión, se
halla una antigua y
sólida casa, entre
dos filas de árboles
copudos, en medio de
un patio espacioso
cercado de buenas
paredes. Al lado
izquierdo de la
entrada se ven otras
habitaciones
contiguas a la
pared; a la derecha,
la habitación del
mayordomo, y al
lado, la que la
Virgen y las santas
mujeres ocuparon con
más frecuencia
después de la muerte
de Jesús. El
Cenáculo,
antiguamente más
espacioso, había
servido entonces de
habitación a los
audaces capitanes de
David: en él se
ejercitaban en
manejar las armas.
Antes de la
fundación del
templo, el Arca de
la Alianza había
sido depositada allí
bastante tiempo, y
aún hay vestigios de
su permanencia en un
lugar subterráneo.
Yo he visto también
al profeta Malaquías
escondido debajo de
las mismas bóvedas;
allí escribió sus
profecías sobre el
Santísimo Sacramento
y el sacrificio de
la Nueva Alianza.
Cuando una gran
parte de Jerusalén
fue destruida por
los babilonios, esta
casa fue respetada:
he visto otras
muchas cosas de
ella; pero no tengo
presente más que lo
que he contado. Este
edificio estaba en
muy mal estado
cuando vino a ser
propiedad de
Nicodemus y de José
de Arimatea: habían
dispuesto el cuerpo
principal muy
cómodamente y lo
alquilaban para
servir de Cenáculo a
los extranjeros, que
la Pascua atraía a
Jerusalén.
Así el
Señor lo había usado
en la última Pascua.
El Cenáculo,
propiamente, está
casi en medio del
patio; es
cuadrilongo, rodeado
de columnas poco
elevadas. Al entrar,
se halla primero un
vestíbulo, adonde
conducen tres
puertas; después de
entra en la sala
interior, en cuyo
techo hay colgadas
muchas lámparas; las
paredes están
adornadas, para la
fiesta, hasta media
altura, de hermosos
tapices y de
colgaduras. La parte
posterior de la sala
está separada del
resto por una
cortina. Esta
división en tres
partes da al
Cenáculo cierta
similitud con el
templo. En la última
parte están
dispuestos, a
derecha e izquierda,
los vestidos
necesarios para la
celebración de la
fiesta. En el medio
hay una especie de
altar; en esta parte
de la sala están
haciendo grandes
preparativos para la
comida pascual. En
el nicho de la pared
hay tres armarios de
diversos colores,
que se vuelven como
nuestros
tabernáculos para
abrirlos y
cerrarlos; vi toda
clase de vasos para
la Pascua; más
tarde, el Santísimo
Sacramento reposó
allí. En las salas
laterales del
Cenáculo hay camas
en donde se puede
pasar la noche.
Debajo de todo el
edificio hay bodegas
hermosas. El Arca de
la Alianza fue
depositada en algún
tiempo bajo el sitio
donde se ha
construido el hogar.
Yo he visto allí a
Jesús curar y
enseñar; los
discípulos también
pasaban con
frecuencia las
noches en las
laterales.
III
Vi a Pedro y a Juan
en Jerusalén entrar
en una casa que
pertenecía a Serafia
(tal era el nombre
de la que después
fue llamada
Verónica). Su
marido, miembro del
Consejo, estaba la
mayor parte del
tiempo fuera de la
casa atareado con
sus negocios; y aun
cuando estaba en
casa, ella lo veía
poco. Era una mujer
de la edad de María
Santísima, y que
estaba en relaciones
con la Sagrada
Familia desde mucho
tiempo antes: pues
cuando el niño se
quedó en el templo
después de la
fiesta, ella le dio
de comer. Los dos
apóstoles tomaron
allí, entre otras
cosas, el cáliz de
que se sirvió el
Señor para la
institución de la
Sagrada Eucaristía.
El cáliz que los
apóstoles llevaron
de la casa de
Verónica, es un vaso
maravilloso y
misterioso. Había
estado mucho tiempo
en el templo entre
otros objetos
preciosos y de gran
antigüedad, cuyo
origen y uso se
había olvidado.
Había sido vendido a
un aficionado de
antigüedades.
Y
comprado por Serafia
había servido ya
muchas veces a Jesús
para la celebración
de las fiestas, y
desde ese día fue
propiedad constante
de la santa
comunidad cristiana.
El gran cáliz estaba
puesto en una
azafata, y alrededor
había seis copas.
Dentro de él había
otro vaso pequeño, y
encima un plato con
una tapadera
redonda. En su pie
estaba embutida una
cuchara, que se
sacaba con
facilidad. El gran
cáliz se ha quedado
en la iglesia de
Jerusalén, cerca de
Santiago el Menor, y
lo veo todavía
conservado en esta
villa: ¡aparecerá a
la luz como ha
aparecido esta vez!
Otras iglesias se
han repartido las
copas que lo
rodeaban; una de
ellas está en Antioquía; otra en
Efeso: pertenecían a
los Patriarcas, que
bebían en ellas una
bebida misteriosa
cuando recibían y
daban la bendición,
como lo he visto
muchas veces. El
gran cáliz estaba en
casa de Abraham:
Melquisedec lo trajo
consigo del país de
Semíramis a la
tierra de Canaán
cuando comenzó a
fundar algunos
establecimientos en
el mismo sitio donde
se edificó después
Jerusalén: él lo usó
en el sacrificio,
cuando ofreció el
pan y el vino en
presencia de
Abraham, y se lo
dejó a este
Patriarca.
IV
Por la mañana,
mientras los dos
Apóstoles se
ocupaban en
Jerusalén en hacer
los preparativos de
la Pascua, Jesús,
que se había quedado
en Betania, hizo una
despedida tierna a
las santas mujeres,
a Lázaro y a su
Madre, y les dio
algunas
instrucciones. Yo vi
al Señor hablar solo
con su Madre; le
dijo, entre otras
cosas, que había
enviado a Pedro, el
Apóstol de la fe, y
a Juan, el Apóstol
del amor, para
preparar la Pascua
en Jerusalén. Dijo
que María Magdalena,
cuyo dolor era muy
violento, que su
amor era grande,
pero que todavía era
un poco según la
carne, y que por ese
motivo el dolor la
ponía fuera de sí.
Habló también del
proyecto de Judas, y
la Virgen Santísima
rogó por él. Judas
había ido otra vez
de Betania a
Jerusalén con
pretexto de hacer un
pago. Corrió todo el
día a casa de los
fariseos, y arregló
la venta con ellos.
Le enseñaron los
soldados encargados
de prender al
Salvador. Calculó
sus idas y venidas
de modo que pudiera
explicar su
ausencia. Volvió al
lado del Señor poco
antes de la cena. Yo
he visto todas sus
tramas y todos sus
pensamientos. Era
activo y servicial;
pero lleno de
avaricia, de
ambición y de
envidia, y no
combatía estas
pasiones. Había
hecho milagros y
curaba enfermos en
la ausencia de
Jesús.
Cuando el
Señor anunció a la
Virgen lo que iba a
suceder, Ella le
pidió de la manera
más tierna que la
dejase morir con El.
Pero El le recomendó
que tuviera más
resignación que las
otras mujeres; le
dijo también que
resucitaría, y el
sitio donde se le
aparecería. Ella no
lloró mucho, pero
estaba profundamente
triste. El Señor le
dio las gracias,
como un hijo
piadoso, por todo el
amor que le tenía.
Se despidió otra vez
de todos, dando
todavía diversas
instrucciones. Jesús
y los nueve
Apóstoles salieron a
las doce de Betania
para Jerusalén;
anduvieron al pie
del monte de los
Olivos, en el valle
de Josafat y hasta
el Calvario. En el
camino no cesaba de
instruirlos. Dijo a
los Apóstoles, entre
otras cosas, que
hasta entonces les
había dado su pan y
su vino, pero que
hoy quería darles su
carne y su sangre, y
que les dejaría todo
lo que tenía. Decía
esto el Señor con
una expresión tan
dulce en su ara, que
su alma parecía
salirse por todas
partes, y que se
deshacía en amor,
esperando el momento
de darse a los
hombres. Sus
discípulos no lo
comprendieron:
creyeron que hablaba
del cordero pascual.
No se puede expresar
todo el amor y toda
la resignación que
encierran los
últimos discursos
que pronunció en
Betania y aquí.
Cuando Pedro y Juan
vinieron al Cenáculo
con el cáliz, todos
los vestidos de la
ceremonia estaban ya
en el vestíbulo. En
seguida se fueron al
valle de Josafat y
llamaron al Señor y
a los nueve
Apóstoles. Los
discípulos y los
amigos que debían
celebrar la Pascua
en el Cenáculo
vinieron después.
V
El cordero Pascual
Jesús y los suyos
comieron el cordero
pascual en el
Cenáculo, divididos
en tres grupos: el
Salvador con los
doce Apóstoles en la
sala del Cenáculo; Natanael con otros
doce discípulos en
una de las salas
laterales; otros
doce tenían a su
cabeza a Eliazim,
hijo de Cleofás y de
María, hija de Helí:
había sido discípulo
de San Juan
Bautista. Se mataron
para ellos tres
corderos en el
templo. Había allí
un cuarto cordero,
que fue sacrificado
en el Cenáculo: éste
es el que comió
Jesús con los
Apóstoles. Judas
ignoraba esta
circunstancia;
continuamente
ocupado en su trama,
no había vuelto
cuando el sacrificio
del cordero; vino
pocos instantes
antes de la comida.
El sacrificio del
cordero destinado a
Jesús y a los
Apóstoles fue muy
tierno; se hizo en
el vestíbulo del
Cenáculo. Los
Apóstoles y los
discípulos estaban
allí cantando el
salmo CXVIII. Jesús
habló de una nueva
época que comenzaba.
Dijo que los
sacrificios de
Moisés y la figura
del Cordero pascual
iban a cumplirse;
pero que, por esta
razón, el cordero
debía ser
sacrificado como
antiguamente en
Egipto, y que iban a
salir verdaderamente
de la casa de
servidumbre.
Los
vasos y los
instrumentos
necesarios fueron
preparados. Trajeron
un cordero
pequeñito, adornado
con una corona, que
fue enviada a la
Virgen Santísima al
sitio donde estaba
con las santas
mujeres. El cordero
estaba atado, con la
espalda sobre una
tabla, por el medio
del cuerpo: me
recordó a Jesús
atado a la columna y
azotado. El hijo de
Simeón tenía la
cabeza del cordero.
El Señor lo picó con
la punta de un
cuchillo en el
cuello, y el hijo de
Simeón acabó de
matarlo. Jesús
parecía tener
repugnancia de
herirlo: lo hizo
rápidamente, pero
con gravedad; la
sangre fue recogida
en un baño, y le
trajeron un ramo de
hisopo que mojó en
la sangre. En
seguida fue a la
puerta de la sala,
tiñó de sangre los
dos pilares y la
cerradura, y fijó
sobre la puerta el
ramo teñido de
sangre. Después hizo
una instrucción, y
dijo, entre otras
cosas, que el ángel
exterminador pasaría
más lejos; que
debían adorar en ese
sitio sin temor y
sin inquietud cuando
El fuera
sacrificado, a El
mismo, el verdadero
Cordero pascual; que
un nuevo tiempo y un
nuevo sacrificio
iban a comenzar, y
que durarían hasta
el fin del mundo.
Después se fueron a
la extremidad de la
sala, cerca del
hogar donde había
estado en otro
tiempo el Arca de la
Alianza. Jesús
vertió la sangre
sobre el hogar, y lo
consagró como un
altar; seguido de
sus Apóstoles, dio
la vuelta al
Cenáculo y lo
consagró como un
nuevo templo. Todas
las puertas estaban
cerradas mientras
tanto.
El hijo de
Simeón había ya
preparado el
cordero. Lo puso en
una tabla: las patas
de adelante estaban
atadas a un palo
puesto al revés; las
de atrás estaban
extendidas a lo
largo de la tabla.
Se parecía a Jesús
sobre la cruz, y fue
metido en el horno
para ser asado con
los otros tres
corderos traídos del
templo. Los
convidados se
pusieron los
vestidos de viaje
que estaban en el
vestíbulo, otros
zapatos, un vestido
blanco parecido a
una camisa, y una
capa más corta de
adelante que de
atrás; se
arremangaron los
vestidos hasta la
cintura; tenían
también unas mangas
anchas arremangadas.
Cada grupo fue a la
mesa que le estaba
reservada: los
discípulos en las
salas laterales, el
Señor con los
Apóstoles en la del
Cenáculo. Según
puedo acordarme, a
la derecha de Jesús
estaban Juan,
Santiago el Mayor y
Santiago el Menor;
al extremo de la
mesa, Bartolomé; y a
la vuelta, Tomás y
Judas Iscariote. A
la izquierda de
Jesús estaban Pedro,
Andrés y Tadeo; al
extremo de la
izquierda, Simón, y
a la vuelta, Mateo y
Felipe.
Después de
la oración, el
mayordomo puso
delante de Jesús,
sobre la mesa, el
cuchillo para cortar
el cordero, una copa
de vino delante del
Señor, y llenó seis
copas, que estaban
cada una entre dos
Apóstoles. Jesús
bendijo el vino y lo
bebió; los Apóstoles
bebían dos en la
misma copa. El Señor
partió el cordero;
los Apóstoles
presentaron cada uno
su pan, y recibieron
su parte. La
comieron muy de
prisa, con ajos y
yerbas verdes que
mojaban en la salsa.
Todo esto lo
hicieron de pie,
apoyándose sólo un
poco sobre el
respaldo de su
silla. Jesús rompió
uno de los panes ácimos, guardó una
parte, y distribuyó
la otra. Trajeron
otra copa de vino; y
Jesús decía: "Tomad
este vino hasta que
venga el reino de
Dios". Después de
comer, cantaron;
Jesús rezó o enseñó,
y habiéndose lavado
otra vez las manos,
se sentaron en las
sillas. Al principio
estuvo muy afectuoso
con sus Apóstoles;
después se puso
serio y melancólico,
y les dijo: "Uno de
vosotros me venderá;
uno de vosotros,
cuya mano está
conmigo en esta
mesa".
Había sólo un
plato de lechuga;
Jesús la repartía a
los que estaban a su
lado, y encargó a
Judas, sentado en
frente, que la
distribuyera por su
lado. Cuando Jesús
habló de un traidor,
cosa que espantó a
todos los Apóstoles,
dijo: "Un hombre
cuya mano está en la
misma mesa o en el
mismo plato que la
mía", lo que
significa: "Uno de
los doce que comen y
beben conmigo; uno
de los que
participan de mi
pan". No designó
claramente a Judas a
los otros, pues
meter la mano en el
mismo plato era una
expresión que
indicaba la mayor
intimidad. Sin
embargo, quería
darle un aviso,
pues, que metía la
mano en el mismo
plato que el Señor
para repartir
lechuga. Jesús
añadió: "El hijo del
hombre se va, según
esta escrito de El;
pero desgraciado el
hombre que venderá
al Hijo del hombre:
más le valdría no
haber nacido". Los
Apóstoles, agitados,
le preguntaban cada
uno: "Señor, ¿soy
yo?", pues todos
sabían que no
comprendían del todo
estas palabras.
Pedro se recostó
sobre Juan por
detrás de Jesús, y
por señas le dijo
que preguntara al
Señor quién era,
pues habiendo
recibido algunas
reconvenciones de
Jesús, tenía miedo
que le hubiera
querido designar.
Juan estaba a la
derecha de Jesús, y,
como todos,
apoyándose sobre el
brazo izquierdo,
comía con la mano
derecha: su cabeza
estaba cerca del
pecho de Jesús. Se
recostó sobre su
seno, y le dijo:
"Señor, ¿quién es?".
Entonces tuvo aviso
que quería designar
a Judas. Yo no vi
que Jesús se lo
dijera con los
labios: "Este a
quien le doy el pan
que he mojado". Yo
no sé si se lo dijo
bajo; pero Juan lo
supo cuando el Señor
mojó el pedazo de
pan con la lechuga,
y lo presentó
afectuosamente a
Judas, que preguntó
también: "Señor,
¿soy yo?". Jesús lo
miró con amor y le
dio una respuesta en
términos generales.
Era para los judíos
una prueba de
amistad y de
confianza. Jesús lo
hizo con una
afección cordial,
para avisar a Judas,
sin denunciarlo a
los otros; pero éste
estaba interiormente
lleno de rabia. Yo vi, durante la
comida, una figura
horrenda, sentada a
sus pies, y que
subía algunas veces
hasta su corazón. Yo
no vi que Juan
dijera a Pedro lo
que le había dicho
Jesús; pero lo
tranquilizó con los
ojos.
VI
El lavatorio de
pies: simbolismo de
la confesión
Se levantaron de la
mesa, y mientras
arreglaban sus
vestidos, según
costumbre, para el
oficio solemne, el
mayordomo entró con
dos criados para
quitar la mesa.
Jesús le pidió que
trajera agua al
vestíbulo, y salió
de la sala con sus
criados. De pie en
medio de los
Apóstoles, les habló
algún tiempo con
solemnidad. No puedo
decir con exactitud
el contenido de su
discurso. Me acuerdo
que habló de su
reino, de su vuelta
hacia su Padre, de
lo que les dejaría
al separarse de
ellos. Enseñó
también sobre la
penitencia, la
confesión de las
culpas, el
arrepentimiento y la
justificación. Yo
comprendí que esta
instrucción se
refería al lavatorio
de los pies; vi
también que todos
reconocían sus
pecados y se
arrepentían, excepto
Judas. Este discurso
fue largo y solemne.
Al acabar Jesús,
envió a Juan y a
Santiago el Menor a
buscar agua al
vestíbulo, y dijo a
los Apóstoles que
arreglaran las
sillas en
semicírculo. El se
fue al vestíbulo, y
se puso y ciñó una
toalla alrededor del
cuerpo. Mientras
tanto, los Apóstoles
se decían algunas
palabras, y se
preguntaban entre sí
cuál sería el
primero entre ellos;
pues el Señor les
había anunciado
expresamente que iba
a dejarlos y que su
reino estaba
próximo; y se
fortificaban más en
la opinión de que el
Señor tenía un
pensamiento secreto,
y que quería hablar
de un triunfo
terrestre que
estallaría en el
último momento.
Estando Jesús en el
vestíbulo, mandó a
Juan que llevara un
baño y a Santiago un
cántaro lleno de
agua; en seguida
fueron detrás de él
a la sala en donde
el mayordomo había
puesto otro baño
vacío. Entró Jesús
de un modo muy
humilde, reprochando
a los Apóstoles con
algunas palabras la
disputa que se había
suscitado entre
ellos: les dijo,
entre otras cosas,
que El mismo era su
servidor; que debían
sentarse para que
les lavara los pies.
Se sentaron en el
mismo orden en que
estaban en la mesa.
Jesús iba del uno al
otro, y les echaba
sobre los pies agua
del baño que llevaba
Juan; con la
extremidad de la
toalla que lo ceñía,
los limpiaba; estaba
lleno de afección
mientras hacía este
acto de humildad.
Cuando llegó a
Pedro, éste quiso
detenerlo por
humildad, y le dijo:
"Señor, ¿Vos lavarme
los pies?". El Señor
le respondió: "Tú no
sabes ahora lo que
hago, pero lo sabrás
mas tarde". Me
pareció que le decía
aparte: "Simón, has
merecido saber de mi
Padre quién soy yo,
de dónde vengo y
adónde voy; tú solo
lo has confesado
expresamente, y por
eso edificaré sorbe
ti mi Iglesia, y las
puertas del infierno
no prevalecerán
contra ella. Mi
fuerza acompañará a
tus sucesores hasta
el fin del mundo".
Jesús lo mostró a
los Apóstoles,
diciendo: "Cuando yo
me vaya, él ocupará
mi lugar". Pedro le
dijo: "Vos no me
lavaréis jamás los
pies". El Señor le
respondió: "Si no te
lavo los pies, no
tendrás parte
conmigo". Entonces
Pedro añadió:
"Señor, lavadme no
sólo los pies, sino
también las manos y
la cabeza". Jesús
respondió: "El que
ha sido ya lavado,
no necesita lavarse
más que los pies;
está purificado en
todo el resto;
vosotros, pues,
estáis purificados,
pero no todos".
Estas palabras se
dirigían a Judas.
Había hablado del
lavatorio de los
pies como de una
purificación de las
culpas diarias,
porque los pies,
estando sin cesar en
contacto con la
tierra, se ensucian
constantemente si no
se tiene una grande
vigilancia. Este
lavatorio de los
pies fue espiritual,
y como una especie
de absolución.
Pedro, en medio de
su celo, no vio más
que una humillación
demasiado grande de
su Maestro: no sabía
que Jesús al día
siguiente, para
salvarlo, se
humillaría hasta la
muerte ignominiosa
de la cruz. Cuando
Jesús lavó los pies
a Judas, fue del
modo más cordial y
más afectuoso:
acercó la cara a sus
pies; le dijo en voz
baja, que debía
entrar en sí mismo;
que hacía un año que
era traidor e
infiel. Judas hacía
como que no le oía,
y hablaba con Juan.
Pedro se irritó y le
dijo: "Judas, el
Maestro te habla".
Entonces Judas dio a
Jesús una respuesta
vaga y evasiva,
como: "Señor, ¡Dios
me libre!". Los
otros no habían
advertido que Jesús
hablaba con Judas,
pues hablaba
bastante bajo para
que no le oyeran, y
además, estaban
ocupados en ponerse
su calzado. En toda
la pasión nada
afligió más al
Salvador que la
traición de Judas.
Jesús lavó también
los pies a Juan y a
Santiago. Enseñó
sobre la humildad:
les dijo que el que
serví a los otros
era el mayor de
todos; y que desde
entones debían
lavarse con humildad
los pies los unos a
los otros; en
seguida se puso sus
vestidos. Los
Apóstoles desataron
los suyos, que los
habían levantado
para comer el
cordero pascual.
VII
Institución de la
Eucaristía
Por orden del Señor,
el mayordomo puso de
nuevo la mesa, que
había lazado un
poco: habiéndola
puesto en medio de
la sala, colocó
sobre ella un jarro
lleno de agua y otro
lleno de vino. Pedro
y Juan fueron a
buscar al cáliz que
habían traído de la
casa de Serafia. Lo
trajeron entre los
dos como un
Tabernáculo, y lo
pusieron sobre la
mesa delante de
Jesús. Había sobre
ella una fuente
ovalada con tres
panes asimos blancos
y delgados; los
panes fueron puestos
en un paño con el
medio pan que Jesús
había guardado de la
Cena pascual: había
también un vaso de
agua y de vino, y
tres cajas: la una
de aceite espeso, la
otra de aceite
líquido y la tercera
vacía. Desde tiempo
antiguo había la
costumbre de
repartir el pan y de
beber en el mismo
cáliz al fin de la
comida; era un signo
de fraternidad y de
amor que se usaba
para dar la
bienvenida o para
despedirse. Jesús
elevó hoy este uso a
la dignidad del más
santo Sacramento:
hasta entonces había
sido un rito
simbólico y
figurativo. El Señor
estaba entre Pedro y
Juan; las puertas
estaban cerradas;
todo se hacía con
misterio y
solemnidad.
Cuando
el cáliz fue sacado
de su bolsa, Jesús
oró, y habló muy
solemnemente. Yo le vi explicando la
Cena y toda la
ceremonia: me
pareció un sacerdote
enseñando a los
otros a decir misa.
Sacó del azafate, en
el cual estaban los
vasos, una tablita;
tomó un paño blanco
que cubría el cáliz,
y lo tendió sobre el
azafate y la
tablita. Luego sacó
los panes asimos del
paño que los cubría,
y los puso sobre
esta tapa; sacó
también de dentro
del cáliz un vaso
más pequeño, y puso
a derecha y a
izquierda las seis
copas de que estaba
rodeado. Entonces
bendijo el pan y los
óleos, según yo
creo: elevó con sus
dos manos la patena,
con los panes,
levantó los ojos,
rezó, ofreció, puso
de nuevo la patena
sobre la mesa, y la
cubrió. Tomó después
el cáliz, hizo que
Pedro echara vino en
él y que Juan echara
el agua que había
bendecido antes;
añadió un poco de
agua, que echó con
una cucharita :
entonces bendijo el
cáliz, lo elevó
orando, hizo el
ofertorio, y lo puso
sobre la mesa. Juan
y Pedro le echaron
agua sobre las
manos. No me acuerdo
si este fue el orden
exacto de las
ceremonias: lo que
sé es que todo me
recordó de un modo
extraordinario el
santo sacrificio de
la Misa. Jesús se
mostraba cada vez
más afectuoso; les
dijo que les iba a
dar todo lo que
tenía, es decir, a
Sí mismo; y fue como
si se hubiera
derretido todo en
amor.
Le volverse
transparente; se
parecía a una sombra
luminosa. Rompió el
pan en muchos
pedazos, y los puso
sobre la patena;
tomó un poco del
primer pedazo y lo
echó en el cáliz.
Oró y enseñó
todavía: todas sus
palabras salían de
su boca como el
fuego de la luz, y
entraban en los
Apóstoles, excepto
en Judas. Tomó la
patena con los
pedazos de pan y
dijo: "Tomad y comed;
este es mi Cuerpo,
que será dado por
vosotros". Extendió
su mano derecha como
para bendecir, y
mientras lo hacía,
un resplandor salía
de El: sus palabras
eran luminosas, y el
pan entraba en la
boca de los
Apóstoles como un
cuerpo
resplandeciente: yo
los vi a todos
penetrados de luz;
Judas solo estaba
tenebroso. Jesús
presentó primero el
pan a Pedro, después
a Juan; en seguida
hizo señas a Judas
que se acercara:
éste fue el tercero
a quien presentó el
Sacramento, pero fue
como si las palabras
del Señor se
apartasen de la boca
del traidor, y
volviesen a El. Yo
estaba tan agitada,
que no puedo
expresar lo que
sentía. Jesús le
dijo: "Haz pronto lo
que quieres hacer".
Después dio el
Sacramento a los
otros Apóstoles.
Elevó el cáliz por
sus dos asas hasta
la altura de su
cara, y pronunció
las palabras de la
consagración:
mientras las decía,
estaba transfigurado
y transparente:
parecía que pasaba
todo entero en lo
que les iba a dar.
Dio de beber a Pedro
y a Juan en el cáliz
que tenía en la
mano, y lo puso
sobre la mesa. Juan
echó la sangre
divina del cáliz en
las copas, y Pedro
las presentó a los
Apóstoles, que
bebieron dos a dos
en la misma copa. Yo
creo, sin estar bien
segura de ello, que
Judas tuvo también
su parte en el
cáliz. No volvió a
su sitio, sino que
salió en seguida del
Cenáculo. Los otros
creyeron que Jesús
le había encargado
algo. El Señor echó
en un vasito un
resto de sangre
divina que quedó en
el fondo del cáliz;
después puso sus
dedos en el cáliz, y
Pedro y Juan le
echaron otra vez
agua y vino. Después
les dio a beber de
nuevo en el cáliz, y
el resto lo echó en
las copas y lo
distribuyó a los
otros Apóstoles. En
seguida limpió el
cáliz, metió dentro
el vasito donde
estaba el resto de
la sangre divina,
puso encima la
patena con el resto
del pan consagrado,
le puso la tapadera,
envolvió el cáliz, y
lo colocó en medio
de las seis copas.
Después de la
Resurrección, vi a
los Apóstoles
comulgar con el
resto del Santísimo
Sacramento. Había en
todo lo que Jesús
hizo durante la
institución de la
Sagrada Eucaristía,
cierta regularidad y
cierta solemnidad:
sus movimientos a un
lado y a otro
estaban llenos de
majestad. Vi a los
Apóstoles anotar
alguna cosa en unos
pedacitos de
pergamino que traían
consigo.
VIII
Unción de los
Apóstoles
Jesús hizo una
instrucción
particular. Les dijo
que debían conservar
el Santísimo
Sacramento en
memoria suya hasta
el fin del mundo;
les enseñó las
formas esenciales
para hacer uso de él
y comunicarlo, y de
qué modo debían, por
grados, enseñar y
publicar este
misterio. Les enseñó
cuándo debían comer
el resto de las
especies
consagradas, cuándo
debían dar de ellas
a la Virgen
Santísima, cómo
debían consagrar
ellos mismos cuando
les hubiese enviado
el Consolador. Les
habló después del
sacerdocio, de la
unción, de la
preparación del
crisma, de los
santos óleos. Había
tres cajas: dos
contenían una mezcla
de aceite y de
bálsamo. Enseñó cómo
se debía hacer esa
mezcla, a qué partes
del cuerpo se debía
aplicar, y en qué
ocasiones. Me
acuerdo que citó un
caso en que la
Sagrada Eucaristía
no era aplicable:
puede ser que fuera
la Extremaunción;
mis recuerdos no
están fijos sobre
ese punto. Habló de
diversas unciones,
sobre todo de las de
los Reyes, y dijo
que aun los Reyes
inicuos que estaban
ungidos, recibían de
la unción una fuerza
particular. Después vi a Jesús ungir a
Pedro y a Juan: les
impuso las manos
sorbe la cabeza y
sobre los hombros.
Ellos juntaron las
manos poniendo el
dedo pulgar en cruz,
y se inclinaron
profundamente
delante de El, hasta
ponerse casi de
rodillas. Les ungió
el dedo pulgar y el
índice de cada mano,
y les hizo una cruz
sobre la cabeza con
el crisma. Les dijo
también que aquello
permanecería hasta
el fin del mundo.
Santiago el Menor,
Andrés, Santiago el
Mayor y Bartolomé
recibieron asimismo
la consagración. Vi
que puso en cruz
sobre el pecho de
Pedro una especie de
estola que llevaba
al cuello, y a los
otros se la colocó
sobre el hombro
derecho. Yo vi que
Jesús les comunicaba
por esta unción algo
esencial y
sobrenatural que no
sé explicar. Les
dijo que
recibiendo el
Espíritu Santo
consagrarían el pan
y el vino y darían
la unción a los
Apóstoles. Me fue
mostrado aquí que el
día de Pentecostés,
antes del gran
bautismo, Pedro y
Juan impusieron las
manos a los otros
Apóstoles, y ocho
días después a
muchos discípulos.
Juan, después de la
Resurrección,
presentó por primera
vez el Santísimo
Sacramento a la
Virgen Santísima.
Esta circunstancia
fue celebrada entre
los Apóstoles. La
Iglesia no celebra
ya esta fiesta; pero
la veo celebrar en
la Iglesia
triunfante. Los
primeros días
después de
Pentecostés yo vi a
Pedro y a Juan
consagrar solos la
Sagrada Eucaristía:
más tarde, los otros
hicieron lo mismo.
El Señor consagró
también el fuego en
una copa de hierro,
y tuvieron cuidado
de no dejarlo apagar
jamás: fue
conservado al lado
del sitio donde
estaba puesto el
Santísimo
Sacramento, en una
parte del antiguo
hornillo pascual, y
de allí iban a
sacarlo siempre para
los usos
espirituales. Todo
lo que hizo entonces
Jesús estuvo muy
secreto y fue
enseñado sólo en
secreto. La Iglesia
ha conservado lo
esencial,
extendiéndolo bajo
la inspiración del
Espíritu Santo para
acomodarlo a sus
necesidades.
Cuando
estas santas
ceremonias se
acabaron, el cáliz
que estaba al lado
del crisma fue
cubierto, y Pedro y
Juan llevaron el
Santísimo Sacramento
a la parte mas
retirada de la sala,
que estaba separada
del resto por una
cortina, y desde
entonces fue el
santuario. José de Arimatea y Nicodemus
cuidaron el
Santuario y el
Cenáculo en la
ausencia de los
Apóstoles. Jesús
hizo todavía una
larga instrucción, y
rezó algunas veces.
Con frecuencia
parecía conversar
con su Padre
celestial: estaba
lleno de entusiasmo
y de amor. Los
Apóstoles, llenos de
gozo y de celo, le
hacían diversas
preguntas, a las
cuales respondía. La
mayor parte de todo
esto debe estar en
la Sagrada
Escritura. El Señor
dijo a Pedro y a
Juan diferentes
cosas que debían
comunicar después a
los otros Apóstoles,
y estos a los
discípulos y a las
santas mujeres,
según la capacidad
de cada uno para
estos conocimientos.
Yo he visto siempre
así la Pascua y la
institución de la
Sagrada Eucaristía.
Pero mi emoción
antes era tan
grande, que mis
percepciones no
podían ser bien
distintas: ahora lo
he visto con más
claridad. Se ve el
interior de los
corazones; se ve el
amor y la fidelidad
del Salvador: se
sabe todo lo que va
a suceder. Como
sería posible
observar exactamente
todo lo que no es
más que exterior, se
inflama uno de
gratitud y de amor,
no se puede
comprender la
ceguedad de los
hombres, la
ingratitud del mundo
entero y sus
pecados. La Pascua
de Jesús fue pronta,
y en todo conforme a
las prescripciones
legales. Los
fariseos añadían
algunas
observaciones
minuciosas.